Hay fechas que no pueden pensarse por separado. Se dicen como si al decirlas nombráramos una sola cosa, un solo acontecimiento.
19 y 20 de diciembre de 2001 funcionan de esa forma. Hace tiempo dejaron de ser dos días diferentes para convertirse en un suceso único e indivisible. Un hecho en nuestra memoria que designa una especie de quiebre temporal, algo que nos permite decir: hasta aquí, las cosas fueron de este modo; después, lo fueron de este otro. O decir, simplemente: a partir de ahí, todo cambió, ya nada fue igual.
Siguiendo esta idea, hay un eje que creo es sustancial para pensar el antes y el después: hasta el 19 y 20 de diciembre de 2001 la búsqueda de muchos por responder las preguntas básicas del “vivir en común” no residía en la política. Más bien la política era parte del problema. Pero ese
crack en el verano de una Argentina sin destino, caminando por el precipicio, también lo fue en muchos. No al día siguiente, claro está. Nunca las cosas son tan fáciles. Pero lo fue: más tarde o más temprano, ese crack sonó en la cabeza y en las entrañas, como un hueso que se quiebra, y emplazó a innumerables ciudadanos a buscar
en la política las respuestas a esas preguntas. Y, eventualmente, a formular nuevas.
En ese entonces no sabíamos hacia donde iba todo eso. Por lo general, los contemporáneos no logramos divisar con claridad los efectos que tendrán en el futuro los hechos del presente. Simplemente los vivimos, los experimentamos como una especie de fuga hacia delante. ¿Hubiera sido posible
Néstor Kirchner sin ese 19 y 20? No lo sabremos. Pero sí podemos decir que el impacto de ese hecho aceleró su propia estrategia y generó condiciones favorables para que el gobernador de una provincia del sur, de un apellido impronunciable, fuera el presidente con menor cantidad de votos en la historia pero uno de los más importantes.
El 19 y 20 nos cambiaron. Hoy, muchos de los
jóvenes que eligen la política, que creen que es a través de ella que encontrarán las mejores herramientas para responder a sus preguntas, ni siquiera habían nacido o tenían muy pocos años de edad en el 2001. Y sin embargo, la influencia de ese crack, es determinante. Tanto, que cuando intento pensar el pasado 18 de diciembre, no puedo dejar de relacionar los sucesos. Está claro que no son lo mismo, que las condiciones son otras al igual que el resultado. Pero no puedo dejar de buscar el lazo que los une, algún denominador común, las invariantes históricas, como diría Martínez Estrada.
Eso de que la historia se da primero como tragedia y luego se repite como farsa, resulta interesante como fórmula retórica, el problema es que a esta altura no podemos distinguir cuándo se inició la primera tragedia y cuando le siguió la farsa. Como el huevo y la gallina. Y si a esto le sumamos el permanente corillo que intenta vestir a todas nuestras tragedias con los ropajes digeribles de la farsa y en toda farsa encontramos el verdadero impacto emocional de una tragedia, el relato parece entrar en una especie de
loop temporal en donde lo importante cede su lugar a lo accesorio y viceversa.
Pero lo único cierto es que detrás de cada acto, le toque a la risa o al llanto, los
escribientes del guión del 2001 siguen siendo los mismos que redactan a cuatro manos este 2017. Incluso, a veces, comparten apellidos. Así como problemas: ayer recortaban a jubilados, hoy recortan a jubilados; ayer crecía el desempleo, hoy crece el desempleo; ayer apuraban la reforma laboral y hoy apuran la reforma laboral; ayer el gobierno gobernaba para un pequeño grupo que se hacía cada vez más rico y hoy suena la misma canción en la radio. Está claro que el 18 no es el 19 y 20, ¿pero es su farsa? ¿O es la tragedia de lo que está por venir? La gente en la calle, las cacerolas, la represión. Una sucesión de deja vú que sólo alimenta un mismo interrogante: cuánto tiempo vamos a demorar esta vez en cambiar de guión, cuánto tiempo nos va a llevar, esta vez, arreglar las consecuencias de esta tragedia.
El afán del gobierno de Mauricio Macri de no parecerse a Fernando de la Rúa lo ha vuelto más peligroso. Está claro que nadie quiere verse en ese espejo, pero detrás de bambalinas se reproducen las mismas sombras. Apellidos como Bullrich o Sturzenegger, por nombrar sólo algunos, dejan en la boca un gusto agrio, como de comida vencida. Pero aun así están en el mostrador.
“Mostrar fortaleza”, se dicen mientras se palmean la espalda. Están convencidos de que una de sus tareas más importantes es ser el primer gobierno no peronista en completar su mandato (este y los que vengan). Y para ello van a actuar en un perpetuo estado de excepción de hecho, torciendo todas las leyes que no rompan, rompiendo todos los acuerdos que no cumplan. Si antes señalamos similitudes, ésta, vale decir, es una gran diferencia.
Por eso, el 19 y 20 que nadie quiere recordar, parece ser el título de una obra que se ensaya, muy a su pesar, en Casa Rosada. Van a llevar adelante todos los actos necesarios para que
“no se vuelva a hacer uso de esa tragedia”. Van a hacer uso de los medios tradicionales (esos que ellos decían no necesitar) como del poder judicial (poder al que desprecian y sólo ven como una herramienta). Van a intentar acallar todas las voces, van a intentar olvidar. Van a construir una narrativa (una farsa) de este diciembre, como lo intentaron antes también. Pero aunque parezca ridículo recordarlo, todo 19 tiene su 18. Y lo que ellos intenten silenciar con la “venta indefinida de futuro” a la que nos quieren acostumbrar, no hará más que recordar que la palabra empeñada siempre, siempre, termina siendo cobrada.
La
historia continúa y 16 años después (en el 17, un 18), los hechos que nos marcaron como generación siguen produciendo efectos. Aunque trabajen incesantemente para taparlo con un edificio de falsas promesas, como un río subterráneo aquellos días de vorágine y unidad popular siguen fluyendo debajo de nosotros. Hay tiempos en dónde sólo recordamos su existencia, pero hay otros días en donde su intensidad hace temblar el suelo que pisamos. Hoy, cuando camino, siento que es uno de esos días.